Cuando la vieja Colette le pregunto al joven Capote qué esperaba de la vida, aparte de la fama y el dinero, él respondió:
“Me gustaría ser adulto”. A lo que la dama de la carne y de los gatos, según cuenta Capote en sus malvadas
Plegarias atendidas, replicó:
“Ah, pero eso es lo único que ninguno de nosotros podremos ser nunca, personas adultas. A menos que entienda usted por adultos un alma envuelta en un sayal y las cenizas de la sabiduría solitaria. Libre de malignidades, envidia, malicia, codicia y culpabilidad. Imposible. Voltaire, incluso Voltaire, llevo un niño dentro de sí toda la vida, un niño envidioso y con mal genio, un muchachito obsceno, que siempre se olía los dedos; y Voltaire llevo ese niño hasta su sepultura, como haremos todos nosotros hasta la nuestra. El Papa en su balcón… soñando con una bonita cara de un guardia suizo. Y el juez británico bajo la exquisita peluca, ¿en qué piensa cuando envía a un hombre a la horca?¿ En la justicia, en la eternidad y en cosas serias?¿O acaso se pregunta cómo se las podrá arreglar para que lo elijan miembro del Jockey Club?. Por supuesto, los seres humanos tienen momentos adultos, unos cuantos momentos magnánimos esparcidos aquí y allá, y, como es obvio, la muerte es el más importante de todos ellos. La muerte expulsa a ese muchachito obsceno y nos deja con lo que queda de nosotros, simplemente un objeto, sin vida pero puro, como La Rosa Blanca. Tome- acerco hacia mi el cristal en flor-, guárdese ésto en el bolsillo. Consérvelo como un recuerdo de que ser duradero y perfecto, ser de hecho un adulto, es ser un objeto, un altar, una figura en una vidriera de colores: una cosa apreciable. Sin embargo, es mucho mejor estornudar y sentirse humano.”